NOCHE DE LUNA


         Francisco Arias

 

         Era el tiempo en que mandaron cerrar las iglesias, lo recuerdo bien porque varias veces se oficiaron misas en el patio de mi casa. Ese domingo nos levantamos muy temprano, algunos familiares y vecinos llegaron a mi casa. El padre Miguel dio su misa, todos comulgamos, sólo mi tío Jacinto no quiso, dijo que se sentía enfermo, cuando terminó la misa, el Padre se quitó la sotana, se pusó un calzón, guaraches, un jorongo de lana, cubrió su cabeza con un sombrero de palma, cargó un atado de maíz y se fue antes de rayar el sol. Desde aquí de Santa Bárbara se divisaban bien los pueblos: San Andrés, Santa Catarina, San Martín, San Marcos, y todo el camino que llevaba hasta el centro de Azcapotzalco, cuando alguien llegaba al pueblo ya lo habíamos visto desde rato antes, por eso se me hace extraño que nadie se haya dado cuenta de lo que pasó aquella noche.

         Los federales andaban persiguiendo a cuanto cristiano encontraban, por eso la gente del pueblo casi no salía de su casa y por la noche temprano se apagaban los quinqués, no había luz en los postes y entonces parecía que el pueblo mismo dormía. Mi papá tenía un perro que llamábamos Capulín, un perro corriente, que ladraba cada vez que tocaban la puerta, esa noche el Capulín estaba muy inquieto, ni él y yo podíamos dormir, me levanté del catre y salí del cuarto con la intención de tomar agua del pozo. La luna estaba grandota y bien redonda, en el patio vi al Capulín con los ojos tan rojos que brillaban como dos brazas de carbón, mordía la cadena como si quisiera romperla y su cuerpo estaba sudado como si hubiera corrido mucho, con mi curiosidad de “escuincle” me acerque al perro y al verlo como estaba, supe que algo quería, se me hizo fácil desenredar el alambre que ataba su cadena, el animal corrió hacia la puerta, abrí despacio y salimos. El perro corría con ansías, ahí lo iba yo siguiendo con mis piernas flacas de diez años, cuando llegamos  a Coachilco el perro agarró para el rancho de San Rafael, la luna re’ bien que iluminaba el camino y como apenas habían sembrado no había milpa. Capulín y yo llegamos a un llano, un perro negro que más bien parecía un lobo, sentado sobre sus patas traseras, aullaba con desesperación viendo hacía la luna. A cierta distancia, Capulín se echó y yo y senté junto a él.

         Al poco rato el perro-lobo dejó de aullar y se puso en posición de ataque, una bola de fuego pasó volando sobre el sobre el perro-lobo, era como si hubiéramos entrado al mundo de los sueños, en donde todo sucede en verdad sin ser real. Capulín lanzó un gruñido, pude ver que la bola de fuego estaba al final de la vara que montaba una mujer sin piernas, de cara joven pero maligna y cabello largo, una bruja. El perro lobo lanzaba tarascadas a la bruja, ésta atacaba al perro lobo, intentaban destruirse el uno al otro, los gritos de la bruja no eran menos tétricos que los aullidos del perro, la sangre se dejaba ver como evidencia de las heridas, se mostraban unas garras largas y colmillos muy crecidos cada vez que se atacaban; la bruja se posó sobre el lomo del perro y clavó sus garras y colmillos, en un intento por salvarse, el perro giró sobre su cuerpo y se encontró de frente a la bruja, se abalanzó y logró clavarle los colmillos en el cuello, con una fuerza muy superior a la de un perro común y como si razonara, alzó las patas delanteras y tiró a su presa al suelo, la bruja gritaba y clavaba sus largas uñas en la cara del perro, pero éste no la soltó hasta que la bruja dejó de moverse, el perro dio una última sacudida a lo que ya sólo era un montón de carne y huesos que el fuego se encargó de consumir. Muy agotado y herido el perro volteó a vernos, tuve la sensación de que ese perro, o lo que fuera, nos conocía, su mirada, aunque rara, me parecía conocida. Se alejó caminando lentamente en dirección contraria a donde estábamos.

         Al día siguiente, las campanadas de la iglesia del pueblo de Santa Bárbara anunciaron difunto, mi tío Jacinto había muerto, según dijeron, unos bandoleros lo golpearon y amachetearon, los vecinos no vieron sus rostro por última vez, los familiares cerraron el ataúd y no dejaron verlo, pero las malas lenguas dicen que tenía la cara deshecha. Telésforo, un nativo del pueblo que se había ido a vivir al pueblo de San Juan, regresó, después supimos que esa noche  su mujer se había ido de la casa. A partir de ese día se volvió a abrir la iglesia, y el pueblo regreso a su costumbre. Ahora estoy tan viejo que la muerte anda rondando por mi camino, pero sigo creyendo que entre los cristianos hay gentes extrañas que nunca miran a los ojos.

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