Soy la mujer de Cruden.
Sentada junto a la leña que todavía no crepita,
enciendo el fuego con un rezo.
Tomo la harina y la mezclo con suspiros,
la amaso con arándanos y nueces.
Esa noche reparto pan entre los ciegos.
Ordeño la cabra y guardo la leche
para que fermente con la luna.
Cubro el sagrado fuego con la frescura de la noche.
Cruden me mira y me toma por esposa.
Dice: “Ha llegado la bienaventuranza,
mi mujer es una gacela,
corre más que todos los venados”.
Daré a luz y no quiero que me miren,
pero me obligan a correr con los caballos,
con los animales de ojos enlutados
y crines de plata.
Los miro en mis noches de insomnio,
froto mi cara en su pelambre
y beso sus cálidos belfos.
Ganaré la carrera,
llegaré con el viento del Norte a mis espaldas.
Al final del trayecto daré a luz a los gemelos,
quedaré con las pupilas nubladas de gardenias
y las manos pletóricas de cantos.
El rey vio el derrame del parto,
todos sintieron el desmadejamiento
y quedaron débiles,
como una novia enferma de nostalgia.
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